La Actividad Administrativa de Servicio Público
1. Origen y Evolución
Al igual que sucede con las nociones de policía o de fomento, el concepto de servicio público ha atravesado por una pluralidad de significados que en la actualidad han perdido gran parte de su valor y que conviene depurar a fin de conocer con precisión su significado técnico-jurídico.
El origen del concepto de servicio público no puede comprenderse sin el conjunto de condicionantes políticos y económicos que motivaron su génesis en los primeros decenios del siglo pasado. El servicio público fue, antes que una noción jurídica, la respuesta a una necesidad social motivada por los estertores de la revolución industrial. A principios del siglo XX, las corrientes ideológicas laboralistas y socialistas que recorrieron Europa promovieron un cambio de orientación en el papel del Estado frente a la sociedad. El alto grado de menesterosidad social, el creciente volumen de demandas asistenciales, la necesaria mejora de las condiciones laborales y una incipiente revolución tecnológica que permitía albergar una esperanzadora mejora de las infraestructuras de servicios en materia de comunicación (ferrocarriles, telecomunicaciones por cable, la ya asentada navegación a vapor y el inminente desarrollo de la navegación aérea) y de energía (gas, electricidad y otros abastecimientos), fueron factores determinantes que convulsionaron definitivamente las relaciones entre el Estado y la sociedad. Estas esferas, que a lo largo del siglo XIX habían permanecido virtualmente separadas (en expresión de la consabida máxima del “laisser faire lesser passer, le monde va de lui même”), comienzan a aumentar progresivamente su círculo de relaciones en términos de reciprocidad e interacción. La sociedad no demandaba ya del Estado una mera posición abstencionista o policial limitada a ordenar mínimamente las condiciones de la vida social y económica, sino que comienza a reclamar una intervención positiva, una actividad de conformación social efectiva que ponga a disposición de la ciudadanía todo aquello que ni la sociedad ni el mercado puede proporcionarle en condiciones igualitarias y de generalidad. Se trata, en definitiva, de la plasmación del principio enunciado por los ideólogos de la República Federal de Weimar de la “daseinvorsorge” o de la “procura existencial”, que suponía la primera plasmación del Estado social.
Este cambio de orientación supuso una transformación radical en la concepción de la actividad administrativa. La Administración pública, como brazo ejecutor de la nueva misión de conformación social, se convierte así en titular y gestora de las prestaciones sociales y de los servicios que eran considerados esenciales para la comunidad y sin los cuales ésta no podía desenvolverse. La Administración asume, de este modo, la monumental tarea de dotar de infraestructuras y de servicios a la sociedad, superando su anterior papel policial de mera ordenación y corrección de las eventuales disfunciones de un sistema que se consideraba básicamente autorregulado.
La técnica jurídica que permitió esta revolucionaria empresa fue el servicio público, que recibió su formulación originaria en la llamada Escuela Francesa del Servicio Público, auspiciada por la personalidad de un excepcional jurista, Duguit, y alimentada más tarde por sus más inmediatos seguidores (Jèze y Bonnard). Sintetizando la posición de estos autores, el servicio público es el conjunto de medios que una persona pública afecta a una determinada actividad de interés general para asegurar su desenvolvimiento y prestación mediante procedimientos exorbitantes al Derecho común, esto es, por medio del Derecho Administrativo. Quedan reflejadas así las notas subjetiva (una persona pública), material (una actividad de interés general) y jurídica (sometimiento al Derecho Administrativo) que caracterizan esta concepción clásica del servicio público. La gran utilidad del concepto era, pues, su capacidad para explicar de una sola vez y con carácter general, el campo de aplicación del Derecho Administrativo y el criterio de la competencia objetiva de la jurisdicción contencioso-administrativa.
Esta gran virtualidad de la categoría fue ponderada por el Consejo de Estado Francés, que a partir de sus célebres arrêts “Terrier”, de 6 de febrero de 1903, y “Thérond”, de 4 de marzo de 1910, prestó un decidido apoyo a esta concepción. Sin embargo, es habitual citar como precedente remoto de esta jurisprudencia el aún más célebre arrêt “Blanco”, de 8 de febrero de 1873. Esta resolución habría pasado completamente desapercibida si se hubiese acogido al criterio, entonces dominante, que distinguía entre actos de autoridad y actos de gestión: el derecho público sólo sería aplicable a los actos que impliquen el ejercicio de la autoridad –una sanción, una expropiación, etc.–, pero no se podría aplicar a una actividad de gestión material, como sería evidentemente el transporte de carbón en una explotación minera. Sin embargo, el Tribunal de Conflictos –que significativamente tenía que decidir este conflicto de jurisdicciones– introdujo un nuevo criterio: la destinación del carbón transportado era la prestación del servicio público del alumbrado, y esta finalidad es la que marca el régimen jurídico aplicable, que es el derecho público, y la jurisdicción competente, que es la jurisdicción administrativa. En definitiva, se trataba de delimitar hasta dónde llegaba el derecho civil o derecho ordinario y dónde empezaba el derecho administrativo, derecho que introducía modulaciones, excepciones y privilegios al derecho ordinario para configurarse como un derecho especial o de excepción. Se trataba, pues, de establecer la frontera entre el ámbito público y el privado.
De esta forma, en los albores de la Administración contemporánea, el servicio público llegó a identificarse cabalmente con toda la función administrativa, siendo la única misión de la Administración la de regular y gestionar los servicios públicos previamente asumidos por el Estado. En esta noción tan amplia de servicio público es la clave que estigmatiza todo lo relacionado con la Administración y el Derecho Administrativo, desde la pura organización administrativa, que se concibe como organización de los servicios, hasta la más compleja de sus actividades sociales y asistenciales (como pudieran ser la enseñanza o la sanidad), pasando por las técnicas de actuación para el logro de sus fines (sistema de contratación, expropiación…) y de los mecanismos de respuesta frente a sus actos (jurisdicción y responsabilidad).
Tras la Primera Guerra Mundial, la categoría concebida por Duguit va a sufrir una serie de quiebras consecutivas que, como demostrase Corail en su conocida monografía sobre “La crise de la notion juridique de service public en droit administratif français” (aparecida en 1934), afectaron a sus elementos más importantes hasta debilitarla y hacerle perder fuerza como criterio delimitador del Derecho Administrativo.
Una primera manifestación de esta crisis vino provocada por el surgimiento de una actividad industrial y comercial realizada por la Administración bajo reglas de Derecho Privado -y que hasta entonces sólo desarrollaban los particulares- a través de la cual también podían satisfacerse determinados intereses generales. El reconocimiento de estos “servicios públicos de carácter industrial o comercial” (que recibieron su primer respaldo en el arrêt “Bac d’Eloka”, de 22 de enero de 1921) hacía desaparecer la aparente incolumidad de la nota jurídica de los servicios públicos clásicos que, como hemos indicado, se caracterizaban por desarrollarse bajo un régimen de Derecho Administrativo que era exorbitante al Derecho común.
Otra de las más importantes quiebras sufridas por la concepción clásica del servicio público fue el reconocimiento jurisprudencial de la posibilidad de que los particulares pudiesen gestionar determinados servicios públicos o de interés general más allá de los supuestos de concesión, en tanto que eran investidos directamente por la Ley para desarrollar una misión de servicio público para cuyo ejercicio ostentaban prerrogativas y potestades públicas (como sostuvieron los arrêts “Monpeurt”, de 31 de julio de 1942, y “Bouguen”, de 2 de abril de 1943), con lo cual, el elemento orgánico o subjetivo del servicio público quedaba desvirtuado.
La crisis se desató por completo cuando el general Charles de Gaulle, después de la Segunda Guerra Mundial, llevó a cabo una política de nacionalizaciones que supuso la aplicación del derecho público a una serie de actividades industriales que de ningún modo constituían servicios públicos. Fue el caso, por ejemplo, de la empresa Renault, una empresa privada dedicada a la fabricación de automóviles –una actividad abierta a la libre iniciativa empresarial que de ningún modo tenía en consideración el servicio público– que pasó a ser gestionada en régimen de regie con sumisión al derecho público.
Junto a la crisis de la categoría tal y como ésta había sido enunciada por los autores clásicos, y a pesar del decidido apoyo que el Consejo de Estado Francés prestó en un momento inicial a esta concepción, no puede sostenerse que el servicio público como criterio delimitador del Derecho Administrativo y de la jurisdicción contenciosa administrativa llegase a gozar -ni siquiera en Francia- de un asentamiento pleno y cabal en la doctrina y en la legislación. Aparte de los detractores franceses de esta concepción (el más destacado fue Hauriou), lo cierto es que la doctrina del servicio público no tuvo un asentamiento equivalente en los sistemas jurídicos de otros países. Así, por ejemplo, la idea del servicio público en Italia, que se formula como concepto enfrentado al de función pública, es concebida con un alcance más limitado y con una acepción más depurada desde el punto de vista técnico jurídico. Los juristas italianos más destacados de la época (Rannelletti, Zanobini) conciben el servicio público como una actividad meramente material de contenido prestacional, que se presenta desprovista de la idea de potestad y separada -por tanto- de la función jurídica que protagoniza la Administración, pues el servicio se dirige, tan sólo, a procurar utilidades a los particulares.
Tampoco en la doctrina clásica española existe una formulación amplia del servicio público en el sentido que había propugnado la Escuela francesa del Servicio Público. A pesar de que las concepciones de Jéze gozaron de ciertas adhesiones en los autores españoles (García Oviedo, Gascón y Marín), lo cierto es que éstos otorgan al concepto de servicio un valor más descriptivo que técnico-jurídico y, a la postre, lo rechazaron como criterio delimitador del Derecho Administrativo por insuficiente para dar cuenta y explicar todo el ámbito de la actividad administrativa y de la jurisdicción administrativa. Aún así, esta categoría ha servido, y sirve aún, para delimitar una parte importante de la actividad de la Administración sometida al Derecho Administrativo (dominio público, contratación) y, en algunas materias, el ámbito de conocimiento de la jurisdicción contencioso-administrativa (responsabilidad patrimonial).
2. Concepto y Delimitación: Servicios Públicos y Servicios Económicos de Interés General
Acabamos de ver que el concepto de servicio público, en el fondo, se elabora para buscar una explicación a la actividad de prestación de la Administración y –sobre todo- al ejercicio de poder público: hay que ofrecer una explicación a las potestades y los privilegios del poder público; una explicación y, al mismo tiempo, un límite o el radio de este poder, que sólo sería posible hasta el punto donde fuese explicable. De forma tradicional, se habían elaborado teorías para delimitar el radio del derecho público y adscribirlo, en cada caso, a un concepto que se creía mágico: la soberanía, la autoridad, la prerrogativa. Se decía que el derecho público era de aplicación cuando estaba presente el ejercicio de la soberanía, la autoridad o la prerrogativa. Hemos visto cómo la Escuela francesa del servicio público revisó de forma crítica estas doctrinas tradicionales y elaboró una nueva teoría para explicar el poder y el derecho público en el estado de la sociedad industrial. Según Duguit, el poder no se puede legitimar, a priori, de acuerdo con conceptos abstractos como la soberanía o la autoridad, o de acuerdo con ficciones como la del estado persona. El poder se legitima por sus actuaciones, por sus prestaciones, por los servicios que presta. El derecho del poder, el derecho público, tiene que ser, pues, el derecho de las prestaciones, el derecho de los servicios públicos. Es una conceptualización decididamente teológica que responde, básicamente, a la finalidad de una actividad. Sin embargo, también hemos señalado que esta teoría del servicio público es excesivamente general, imbricada dogmáticamente a una determinada concepción del poder y de su ejercicio, lo que le hace carecer de operatividad jurídica.
Pese a ello, no cabe desconocer la enorme carga evocadora y sugestiva de este concepto amplio de servicio público, que precisamente pierde su vigor técnico-jurídico por la amplitud y riqueza de sus acepciones.
Por eso es conveniente delimitar rigurosamente el concepto, distinguiendo primero entre la aceptación más amplia, que es la que tiene más contenido político que ya conocemos, y el concepto más estricto, que es el sentido más técnico y operativo.
– Presupuestos Constitucionales del Servicio Público
Para nosotros, cualquier noción del servicio público que persiga esta operatibilidad técnico jurídica, ha de ser una noción necesariamente más estricta que, además, esté apegada a los presupuestos constitucionales que la sostengan. En el sentido más técnico y preciso, el servicio público, como título que justifica la intervención y la presencia administrativa, se tiene que definir y dimensionar en el plano constitucional, donde hay que buscar la referencia para la siempre problemática correlación entre el sector público y el privado.
La Constitución ofrece una cobertura amplia a la actividad prestacional de la Administración, que aparece antes como un mandato que como una mera posibilidad. Sin embargo, la CE no posibilita una actuación totalizadora de la Administración pública que excluya o margine la iniciativa privada, ya que también se puede encontrar una opción decidida por la economía de mercado y la libre empresa. El modelo constitucional contiene principios que podrían fundar tanto la actividad privada en términos muy amplios como una intervención pública decidida.
Una muestra de este planteamiento dualista aparentemente contradictorio son los dos preceptos que habilitan en términos amplios tanto la actividad empresarial privada como las políticas publificadoras. Así, en virtud del artículo 38 de la CE, “se reconoce la libertad de empresa dentro del marco de la economía de mercado […]”. Mientras que el artículo 128 de la CE establece que: “Toda la riqueza del país en sus varias formas, y sea cual sea la titularidad, queda subordinada al interés general.” Y según este mismo precepto, en su apartado segundo, “se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica […]”.
Hay, pues, una ambivalencia en esta correlación compleja entre la iniciativa pública y la privada, uno de los puntos decisivos de la cual es precisamente la regulación del servicio público que recopila el artículo 128.2 de la Constitución: “[…] Mediante ley, se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio […]”. Se exige, pues, una decisión legal expresa para cada caso. Cuando se debatía el texto constitucional se propuso una redacción alternativa: “la ley podrá reservar…”, que pretendía, tal como se interpretó explícitamente, que hubiese una ley que estableciese el marco general de las reservas en el sector público, que el ejecutivo aplicaría cuando lo creyese conveniente, de forma que la decisión sería suya y no del legislador, tal como finalmente prescribe la Constitución y se desprende de su redacción definitiva –“mediante ley”–. Esto quiere decir que es preciso un pronunciamiento expreso por ley formal para que un servicio se reserve al sector público o se publique.
Nada impide, sin embargo, que una misma ley reserve varios servicios al sector público, como hace la Ley de Bases de Régimen Local (LBRL) cuando en su art. 86.3 menciona los servicios públicos clásicos: “Se declara la reserva a favor de las Entidades locales de las siguientes actividades o servicios esenciales: abastecimiento y depuración de aguas; recogida, tratamiento y aprovechamiento de residuos; suministro de gas y calefacción; mataderos, mercados y lonjas centrales; transporte público de viajeros; servicios mortuorios.”
Se trata, por tanto, de decisiones del legislador para las que no tiene, sin embargo, una total libertad de disposición, dado que, para que se produzca la reserva en el sector público de algún servicio, éste tiene que presentar la consideración de esencial. La consideración de esencial es un rasgo que corresponde valorar al legislador, pero que, como es un concepto que se encuentra en la misma Constitución, su interpretación última y definitiva corresponde al Tribunal Constitucional, que podría, si fuese preciso, revisar la valoración del legislador.
La reserva en el sector público supone estrictamente que este servicio queda bajo la titularidad pública y que, por tanto, se veda la libre iniciativa en este ámbito. Quien dispone sobre el servicio es la Administración que es su titular. Pero la reserva en el sector público no implica, necesariamente, que sea la misma Administración pública que es su titular la que lo gestione materialmente.
Como más adelante veremos, las dos grandes opciones son:
- a) La gestión directa, en que la misma Administración titular del servicio lo presta materialmente.
- b) La gestión indirecta, donde se recurre a un agente externo, una empresa privada o “externalizada” para que preste materialmente el servicio mientras la Administración mantiene la titularidad, con las consecuencias que ello comporta. Es decir, no se trata de una gestión en régimen de libertad de empresa. Si la Administración decide no prestar el servicio de recogida de basuras con sus propios medios y lo encarga a una empresa privada, es la misma Administración la que fija las tarifas o el sistema de retribución, los horarios de recogida, la situación de los contenedores y vertederos en la vía pública, etc.
La reserva al servicio público no supone, pues, necesariamente, el monopolio. El monopolio se produce si la misma Administración decide gestionar ella sola el servicio, excluyendo la intervención de otros sujetos: entonces se trata de un monopolio público. Y también se produce una situación de monopolio si se decide encomendar la gestión del servicio, en exclusiva, a una empresa privada.
Los monopolios, en el marco del derecho europeo y la defensa de la competencia, plantean problemas delicados que no se pueden tratar aquí con la atención mínima que requiere su complejidad y la variedad de matices. De todas formas, los monopolios son admisibles siempre que se den una serie de circunstancias –difíciles de sistematizar– que los justifiquen, como por ejemplo la necesidad de asegurar una gestión unitaria y bajo un control público estricto.
En el caso de los monopolios privados que gestionan un servicio público, muchas veces se han intentado justificar por la necesidad de compensar al concesionario cuando éste tiene que llevar a cabo muchas inversiones, como por ejemplo cuando hay que adaptar el servicio a nuevas tecnologías. Es lo que pasó originariamente con el servicio público del alumbrado, que inicialmente se presentaba utilizando gas. La incorporación de la energía eléctrica requería importantes inversiones, y para que el concesionario se decidiese a emprenderlas pese al coste elevado que suponían, se le aseguraba muchas veces la gestión en régimen de monopolio. Parecido fue el proceso que se vivió con la implantación de otros servicios, como el transporte por ferrocarril o la telefonía por cable.