Los Derechos Fundamentales en la Constitución Española

LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

La parte dogmática de la Constitución integra el sistema general de derechos fundamentales y libertades públicas que aparecen declaradas en su texto, así como los mecanismos de garantía que aseguran su eficacia. El Título I de la Constitución, integrando los artículos 10 a 55, constituye pues la “parte dogmática“ de la Constitución de 1978.

Desarrollo histórico

1ª Etapa: Anterior a las Constituciones Escritas

Durante la etapa histórica anterior al advenimiento de las constituciones escritas habían hecho su aparición diversos textos declarativos, algunos de los cuales tienen particular significación en la historia constitucional británica (como la Magna Charta de 1215, o la Petition of Rights de 1628) o en la de otros países. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que no se trataba de declaraciones de carácter universal, sino más bien del reconocimiento de ciertos “privilegios“ (entendidos pues como “seudoderechos“ en una forma muy primitiva) a favor de concretos estamentos urbanos, o de sectores de la mediana nobleza. A lo largo del tiempo se comprueba una tendencia a la expansión del ámbito de proyección social de tales privilegios, así como la aparición de mecanismos de garantía que tratan de asegurar su eficacia frente a las amenazas del poder absolutista del rey. La idea de límite al poder real tiene un desarrollo adicional con la aparición de las doctrinas iusnaturalistas, que tratan de justificar al nivel filosófico la existencia de esferas de libertad de carácter prepolítico.

2ª Etapa: El Constitucionalismo y las Declaraciones de Derechos

A partir de la etapa histórica estrictamente constitucional, las Declaraciones de derechos asumen una proyección mucho más sólida, sobre todo en la medida en que adquieren una proyección universal o válida para todos. Inicialmente son algunas declaraciones de los estados norteamericanos (como el Bill of Rights de Virginia de 1776), a las que sigue la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 en Francia. Esta proyección universalista no dejó de producir contradicciones: muchos revolucionarios burgueses eran conscientes de que, por ejemplo, la esclavitud no podría justificarse a partir de una declaración universal. El paso pues de los primitivos privilegios a los derechos fundamentales implica la presencia activa del principio de igualdad: los derechos fundamentales deben ser los mismos para todos.

3ª Etapa: El Constitucionalismo Liberal y la Expansión de los Derechos

Con el desarrollo del constitucionalismo liberal del siglo XIX comienza un largo proceso expansivo que llega hasta nuestro días. Sin embargo esta expansión deberá enfrentarse a un cierto problema “técnico“: la Declaración de Derechos ¿es un texto aparte, o debe integrarse dentro del articulado de la propia Constitución?. La tradición francesa optó por separar ambos documentos, lo que dificultaba la comprensión de la naturaleza jurídica inmediatamente vinculante de los derechos, que aparecían proyectados más bien como un conjunto de valores o de principios morales (necesitados pues de un posterior desarrollo legal para adquirir eficacia). En cambio, en el resto del continente -salvo Inglaterra que, como ya sabemos, carece de constitución escrita- se inicia la pauta de la inserción en el propio texto constitucional (generalmente en una primera parte del mismo: la parte dogmática), ocupando progresivamente un bloque mayor del articulado.

4ª Etapa: Las Declaraciones Internacionales de Derechos

Finalmente tal desarrollo expansivo culmina en el siglo XX con el apogeo de las Declaraciones internacionales de derechos, que, aunque sea indirectamente, van a afectar crecientemente a los ordenamientos constitucionales. Aparecería así una categorización más general, la de los derechos humanos entendidos en una dimensión globalizada con capacidad para incidir en los ordenamientos de los distintos estados.

Clasificación

Desde diferentes perspectivas doctrinales se han diseñado numerosos esquemas clasificatorios. Sin embargo, junto a las clasificaciones teóricas, cabe afirmar que la propia evolución histórica de los derechos fundamentales se ha producido a través de diversas “oleadas“, en fases determinadas y relativamente diferenciadas, dando lugar a lo que se denominan las generaciones de derechos“:

  1. En este sentido se entiende que el estrato más originario de derechos fundamentales serían los de carácter individual (derecho a la vida, a la seguridad física, inviolabilidad del domicilio, etc.), que tratan de establecer un ámbito de libertad del sujeto, ajena a cualquier intromisión de los poderes públicos (es decir, la llamada libertad “negativa“, o “libertad de los modernos“ a partir de Benjamin Constant). Directamente interconectada con esta primera categoría estarían las llamadas libertades públicas (como la libertad de expresión, reunión o asociación), que protegen igualmente al individuo pero más bien en su proyección hacia fuera, hacia los demás (de ahí su calificación de “públicas“, ya que no se reducen a la esfera de lo privado).
  2. Los derechos sociales (como sindicación, o huelga) se corresponden con la eclosión histórica del movimiento obrero a partir de finales del siglo XIX, implicando un reconocimiento explícito a favor de ciertas categorías sociales (los trabajadores asalariados) que no se produce formalmente hasta las constituciones de principios del siglo XX.
  3. Con el advenimiento del Estado social a partir de mediados del siglo XX aparecen los llamados derechos de bienestar o de prestación (para algunos también denominados como derechos “sociales“), que suponen en la práctica una importante innovación técnica: si los tradicionales derechos de “libertad“ implican generalmente una no-actuación de los poderes públicos (asegurando así espacios de autonomía del individuo), la auténtica garantía de los derechos de bienestar exigirá en cambio un conjunto de actuaciones intervencionistas o prestadoras por parte del Estado: esto hace que las claves de su eficacia sean en la práctica más complejas. Por otra parte, se trata con frecuencia de derechos orientados hacia categorías sociales específicas (los disminuidos, los ancianos, los enfermos, etc.) pese a que su proyección sea en principio universal (pues todo ciudadano tiene el riesgo de caer en algunas de esas situaciones). A veces se trata de valores que aún no están adecuadamente positivizados, reflejando así la interminable evolución en el tiempo de los derechos fundamentales.

Otras clasificaciones muy conocidas, como la de Jellinek, tratan de establecer distintas posiciones del individuo frente al poder del Estado: así se habla de status subjetionis o expresión de la sumisión al Estado; status libertatis, o esfera de libre actividad del individuo frente al imperium del Estado; status civitatis, como derecho del sujeto a pretender que el Estado actúe a su favor; y status activae civitatis, o reconocimiento a ciertos individuos de la capacidad de obrar por cuenta del Estado.

Fundamentación

Desde el punto de vista teórico-jurídico suelen existir dos grandes líneas argumentales justificadoras de la existencia de los derechos humanos:

  1. Iusnaturalismo: Según el enfoque del iusnaturalismo se trataría de valores prepolíticos inherentes a la existencia del propio ser humano y a su dignidad. En una versión más actualizada, la “teoría de los valores“ entiende que no se tratan solamente de unos derechos del ciudadano frente al Estado, sino de un sistema objetivo de valores que debe ser respetado desde cualquier sector del ordenamiento.
  2. Positivismo: En cambio, según la perspectiva positivista los derechos serían el resultado de la autolimitación del poder del estado, que genera de esta forma esferas de libertad a favor de los ciudadanos, surgiendo así la figura de los “derechos públicos subjetivos“: son por lo tanto una “creación“ del Estado a través de normas jurídicas concretas. De ahí su continuada tendencia expansiva a lo largo del tiempo.

Desde la perspectiva estrictamente constitucional, no se trata tanto de justificar su existencia, progresivamente ampliada en el tiempo, sino de asegurar mecanismos de garantía dotados de eficacia suficiente como para enfrentar, incluso, la potencial amenaza del legislador. De ahí que la preocupación dominante del constitucionalismo no sean tanto las declaraciones de derechos como su efectiva garantía. Naturalmente para asegurar esa primacía, incluso frente al legislador, debe partirse del carácter jurídico vinculante de la norma suprema. Ahora bien, esta preocupación del derecho constitucional por perfeccionar los mecanismos de garantía ha condicionado una especial orientación dominante en los instrumentos de defensa de los derechos fundamentales: y es que desde su origen se ha considerado que el potencial “enemigo“ de los derechos era el propio Estado y sobre todo su administración (un reflejo de la reminiscencia de la lucha liberal contra las monarquías). De ahí que los principales instrumentos de garantía de los derechos contemplen siempre la hipótesis de una lesión de los mismos por parte de los poderes públicos. En cambio, no ha existido un desarrollo tan consistente ante la hipótesis de las lesiones de derechos que generan los particulares o terceros (eficacia frente a terceros, o “drittwirkung“), lo que adquiere una particular relevancia en un contexto económico globalizado, caracterizado por la presencia de grandes “poderes privados“ o empresas multinacionales: lo que constituye probablemente una de las principales tareas pendientes en el constitucionalismo contemporáneo.

Interpretación y límites

Conforme a lo establecido por el Tribunal Constitucional, los derechos fundamentales deben interpretarse de la forma más favorable para su efectividad según el principio pro libertate; existe por tanto una clara fuerza expansiva, que se confirma adicionalmente con la previsión del artículo 10.2 CE referida a su interpretación de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y tratados o acuerdos internacionales ratificados por España. De tal modo que la propia jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos adquiere un valor interno en el ordenamiento español.

El Tribunal Constitucional admite también la existencia de otro tipo de límites a los derechos fundamentales, como el interés colectivo, u otro tipo de bienes protegidos constitucionalmente. Un problema distinto es el del coste de los derechos, suscitado más recientemente en relación con los derechos de prestación que, al exigir una actividad intervencionista por parte del Estado, pueden verse afectados por políticas de ajuste presupuestario: de ahí los argumentos sobre la rigidificación de los niveles adquiridos, o las réplicas de alguna doctrina (Zagrebelsky, Lombardi) al subrayar que el coste de los derechos constituye un falso problema, desde el momento en que representa un elemento característico de todos los derechos constitucionales, incluidos los clásicos de libertad. “No son las características estructurales las que separan a los derechos de libertad de los derechos sociales [o de prestación], sino sus modalidades de tutela las que hacen que los mecanismos de garantía sean diferentes“.

Garantías

El sistema de garantías constitucionales se diseña en torno a un doble circuito: (a) garantías de carácter institucional que afectan al conjunto del sistema; y (b) garantías susceptibles de un uso o instrumentación individual, que generalmente se refieren a la vía jurisdiccional. Lógicamente las primeras no están a disposición del ciudadano individual, y tratan fundamentalmente de impedir que el legislador, al regular el ejercicio concreto de ciertos derechos, pueda restringir los mismos afectando en consecuencia a lo establecido en la propia Constitución. En cambio, las garantías de carácter individual permiten una protección inmediata del ciudadano afectado frente a actos de los poderes públicos que lesionen de una forma inmediata y directa algún derecho fundamental. Su regulación concreta se contiene en el artículo 53 de la Constitución.

El principio de igualdad

Aunque en principio cabría definir el derecho a la igualdad como el primero de los derechos fundamentales, en realidad no se trata de un derecho autónomo puesto que carece de un objeto propio, por lo que sólo puede invocarse en relación con otro derecho. Históricamente su evolución refleja de un modo paradigmático las transformaciones del conjunto del sistema de derechos: de hecho, el paso de los primitivos privilegios estamentales a la universalidad de derechos supone la afirmación prioritaria del principio de igualdad de todos los ciudadanos ante el Estado. Durante el periodo de apogeo de la lucha de clases el pensamiento marxista insistió en la insuficiencia del principio de igualdad meramente formal, o igualdad ante la ley, frente a las exigencias de igualdad material (o igualdad en la propiedad): de ahí las reiteradas críticas de la ideología marxista frente a un sistema de valores meramente formales considerado como “burgués“.

Sin embargo la emergencia del Estado social intervencionista ha supuesto igualmente una profunda transformación del principio: el avance hacia la igualdad exige frecuentemente determinadas actuaciones de los poderes públicos que deben hacer frente a situaciones objetivamente variadas y heterogéneas, exigiendo en consecuencia tratamientos diferenciados (es decir, una discriminación positiva a favor de los más necesitados). Lo que implica pues la paradoja de que, para avanzar hacia la igualdad, deben diseñarse actuaciones objetivamente desiguales.

En nuestra Constitución el valor general de la igualdad se encuentra recogido en el artículo 1.1. Su proyección en un sentido jurídico aparece en el artículo 14 en torno al principio de no discriminación. Finalmente su dimensión material propia del Estado social aparece recogida en el artículo 9.2 que afirma la necesidad de que sea real y efectiva.

El Tribunal Constitucional ha insistido en que la igualdad no es una categoría absoluta, sino que debe situarse en un determinado contexto material, aunque al mismo tiempo no puede aplicarse a situaciones concretas sino atendiendo a una exigencia general de igualdad en los derechos. Por lo tanto en la práctica pueden existir desigualdades razonables según situaciones distintas, pero nunca producirse discriminaciones.

Al objeto de explicar su contenido el Tribunal Constitucional distingue entre la igualdad en la ley y la igualdad en la aplicación de la ley:

  • La igualdad en la ley obliga al legislador a no establecer diferencias en la norma, esto es, a no atribuir consecuencias jurídicas distintas a situaciones que son similares. No obstante, puede, en ocasiones, dispensar un diferente trato cuando estime que concurre una causa o razón objetiva y razonable que justifique distinguir entre situaciones similares, siempre que la medida diferenciadora sea proporcionada, es decir que no exista un medio menos gravoso de conseguir el mismo fin.
  • Por ello, para que se produzca una violación de la igualdad en la aplicación de la ley el TC exige que estemos ante dos resoluciones judiciales procedentes del mismo órgano, e incluso permite que dicho órgano judicial cambie la interpretación y aplicación de la ley si lo justifica de manera razonada. Se trata, en suma, de que ni el autor de la norma (poder legislativo) ni los encargados de aplicarla (poderes ejecutivo y judicial) actúen de manera arbitraria.

Además de reconocer el principio a la igualdad, el artículo 14 CE establece la prohibición de “discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social“. Esta referencia podría parecer superflua desde el momento en que la igualdad conlleva la prohibición de cualquier tipo de discriminación. Sin embargo, puesto que la exigencia de igualdad en la ley y en la aplicación de la ley son mandatos dirigidos, como acabamos de ver, a los poderes públicos, las prohibiciones concretas de discriminación son las que hacen posible la eficacia horizontal de la igualdad. Es decir, éstas van dirigidas principalmente a los ciudadanos en sus relaciones con otros ciudadanos, como límite a la autonomía de la voluntad.

Como ha señalado el Tribunal Constitucional “el respeto de la igualdad ante la ley se impone a los órganos del poder público, pero no a los sujetos privados, cuya autonomía está limitada sólo por la prohibición de incurrir en discriminaciones contrarias al orden público constitucional, como son entre otras las que se indican en el artículo 14 CE“ (STC 108/1989). Así, por poner un ejemplo, la autonomía de la voluntad del empresario en la dirección de su empresa no le permite discriminar por razón de sexo, suspendiendo el contrato de trabajo al personal femenino por el hecho de contraer matrimonio (STC 7/1983) o estableciendo diferentes categorías profesionales entre quienes realizan el mismo trabajo con el fin de retribuir de manera distinta a trabajadores y trabajadoras (STC 145/1991).

Dicho esto, el Tribunal Constitucional admite la licitud de diferenciaciones basadas en alguno de estos motivos (el sexo) cuando con ellas se persiga compensar situaciones de desventaja social en que tradicionalmente se han encontrado estos grupos. Estamos ante discriminaciones positivas dirigidas precisamente a dar cumplimiento al mandato constitucional del artículo 9.2 CE de “remover los obstáculos“ y “promover las condiciones“ para que la igualdad sea real.

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