EL FUNCIONALISMO De entre las corrientes funcionalistas que surgen a partir de los años “sesenta” es de destacar, en cuanto supone una nueva manera de fundamentar el sistema penal, el modelo funcionalista de Derecho penal propuesto en Alemania por JAKOBS. La aplicación de la teoría sistémico-funcionalista al Derecho penal ha afectado a los tres planos en los que se desarrolla el discurso penal: 1) en el plano técnico jurídico, referido a la dogmática del delito, mediante la radical normativización de los criterios de imputación; 2) en el plano político criminal, relativo al objeto y a la finalidad de la tutela penal; 3) y en el plano ideológico, concerniente a la fundamentación y a la legitimación del sistema penal. A) La vigencia de la norma como función del Derecho penalSiguiendo los postulados de la sociología de sistemas de LUHMANN -en la que el Derecho se concibe como un susbsistema orientado a la estabilización del sistema social, de orientación de las acciones y de estabilización de las expectativas-, el centro de atención se desplaza a la “confianza institucional”. En este sistema la función de las normas -en tanto estabilización de expectativas-, es independiente de su contenido. De ahí se deriva que la violación de la norma sea siempre socialmente disfuncional, pero no tanto porque resulten lesionados determinados intereses o bienes jurídicos, sino por cuanto es puesta en discusión la validez misma de la norma, y con la confianza institucional garantizada por la misma. Desde esta perspectiva, el Derecho penal aparece como un subsistema dirigido a garantizar la confianza institucional mediante el restablecimiento de la vigencia de la norma cuestionada por el delito. En este sentido afirma JAKOBS que la tarea del Derecho penal no puede consistir en impedir la lesión de bienes jurídicos. Su función es más bien, reafirmar la vigencia de la norma, debiendo equipararse a tal efecto vigencia y reconocimiento. Consecuente con esta nueva función del Derecho penal, el principio del delito como lesión de bienes jurídicos es reemplazado por el principio del delito como expresión simbólica de infidelidad al ordenamiento jurídico. Y la idea de prevención general y especial es sustituida por la del “ejercicio del reconocimiento y fidelidad a la norma”. B) El restablecimiento de la confianza institucional como fundamento y legitimación del sistema penalDe acuerdo con lo anterior, el fundamento del Derecho penal no ha de buscarse ya en la tutela de bienes jurídicos, sino, ante todo, en la función simbólica del ordenamiento normativo, entendido como instrumento de orientación e institucionalización de la confianza mutua. La protección tiene lugar reafirmando al que confía en la norma en su confianza, y en esta medida la pena tiene lugar para ejercitar en la confianza hacia la norma. Desde esta perspectiva, el delito deja de ser la puesta en peligro de un bien jurídico para pasar a ser una amenaza a la integridad y a la estabilidad social, en cuanto constituye la expresión simbólica de una falta de fidelidad al Derecho. También la pena aparece, a su vez, como una expresión simbólica opuesta a la representada por el delito cuya función es el restablecimiento de la confianza institucional violada por el delito. Críticas de las posturas funcionalistas: En primer lugar, la teoría sistémica-funcionalista incurre en la denominada falacia normativista, al pretender derivar de las funciones que efectivamente cumple el Derecho penal (ser), los fines justificadores del mismo (deber ser). Así, acreditan como fines o modelos a seguir lo que sólo son funciones o efectos realizados de hecho. A su vez, la funcionalización de todo Derecho penal con relación a un sistema social ideal –del que se desconocen sus características concretas, y lo que es más importante, su grado de violencia- sólo es capaz de proporcionar una justificación apriorística y abstracta del Derecho penal. Y en la medida en que por ello es compatible con cualquier modelo de política criminal, no permite mantener una actitud crítica frente a la arbitrariedad, los excesos y los errores. Como afirma MUÑOZ CONDE, “la teoría sistémica representa una descripción aséptica y tecnocrática del modo de funcionamiento del sistema, pero no una valoración, y mucho menos, una crítica del sistema mismo. Esta legitimación tecnocrática del funcionamiento del sistema punitivo resulta coherente, como afirma BARATTA, con la concepción del individuo como portador de la respuesta simbólica, y no como destinatario y fin de una política de reinserción social. Lo abstracto e indeterminado del fin asignado al Derecho penal –estabilización de la norma- además de imposibilitar justificaciones –y lño que es más importante- deslegitimaciones parciales y/o de sistemas concretos, conduce, en opinión de SCHÜNEMANN, a un sistema cerrado en el que inevitablemente se produce una argumentación tautológica o circular en la que se pierde cualquier oportunidad de establecer límites a la intervención penal. Por último, y desde los criterios que han de regir una teoría justificacionista del Derecho penal, quizá la crítica más contundente haya de ir dirigida al hecho de que sólo tome en consideración los eventuales efectos positivos que del ejercicio de la función penal puedan derivarse para la integración social y el restablecimiento de la confianza institucional. Y así, al desconocer –o despreciar- los altos costes sociales y gravísimos efectos que, sobre la integración social y la confianza en las instituciones, de hecho tiene el Derecho penal, olvida que el coste social de las penas y más en general de los medios de prevención de los delitos, puede ser superior al coste mismo de las violencias que trata de prevenir. Y en ese caso, el sistema penal que se pretende justificar queda deslegitimado. |
GLOBALIZACIÓN Y SISTEMA PENAL La globalización, y más concretamente la idea de un mercado global, es el eje sobre el que gira todo un nuevo orden social en el que la política mundial es un mero instrumento a favor de los poderes económicos. Es el propio orden social y económico, con su incapacidad para establecer los necesarios equilibrios políticos y sociales y de prestar la atención debida a los nuevos problemas globales, el que contribuye a la creación de un vacío de poder democrático favorecedor de situaciones de exclusión, y por supuesto, de la aparición de actividades ilegales en el ámbito de la economía. Las mafias y los negocios ilegales internacionales se están convirtiendo en verdaderos poderes económicos. El carácter primordialmente económico y organizado de la criminalidad de la globalización, y la asignación al Derecho penal de cometidos fundamentalmente prácticos, en el sentido de una mayor eficacia, en la respuesta a los ilícitos propios de la globalización y de la integración supranacional podría amenazar, como advierte SILVA SÁNCHEZ, con una expansión del Derecho penal acompañada de la consecuente flexibilización de las categorías y relativización de los principios. Ante la amenaza que la expansión del Derecho penal supone para las garantías consolidadas en nuestros sistemas penales, HASSEMER propone en Alemania una redistribución formal de lo ilícito mediante la institución de un nuevo ordenamiento sancionador, al que denomina “Derecho de intervención”. En la ciencia penal española, y en una línea muy similar a la seguida por el profesor alemán, SILVA SÁNCHEZ plantea la posibilidad de un Derecho penal -de segunda velocidad- aplicable a los delitos económicos y de riesgo. Se trataría, como el propio autor expone, de un Derecho penal más alejado del núcleo de lo criminal caracterizado por la imposición de penas más próximas a las sanciones administrativas y la flexibilización de los criterios de imputación y de las garantías político-criminales. No obstante, el Derecho penal ha de ser uno en todo conforme con las exigencias del Estado de Derecho; conformidad que, como advierte GRACIA MARTÍN, “se realiza en un grado tan absoluto que la misma no admite excepciones ni una mínima relativización. Pero, para el Derecho penal, el fenómeno de la globalización no significa solamente la necesidad de hacer frente a un nuevo tipo de delincuencia organizada. Tomar en su conjunto las relaciones Derecho penal-globalización supone, asimismo, analizar otros fenómenos que también se producen en las esferas cultural y jurídica de las sociedades, y que si bien son parciales, forman parte o son consecuencia de la misma globalización. Por una parte, la instauración de un “mercado mundial”, con el redimensionamiento de los poderes que ello ha supuesto, implica que el panorama sociológico existente en muchos países desarrollados sea un panorama de gran complejidad que presenta no pocas contradicciones. El sistema de la competencia global tiene efectos sociales que no son precisamente de homogeneidad sino de heterogeneidad, esto es, de multiplicaciones de las divisiones sociales, de zonas integradas que generan situaciones de hegemonía social y económica, zonas de vulnerabilidad que no generan ninguna hegemonía económica y social y zonas de exclusión que generan estigmatización económica y social. La globalización, lejos de constituir una palanca de ampliación de estrategias penales de aplicación igualitaria, consagra la desigualdad, sobre todo como efecto de procesos de desregulación cuya consecuencia fundamental es la impunidad del poderoso en entornos débiles. Acorde con este nuevo orden social, en las importantes reformas del Derecho penal que se han llevado a cabo en nuestro país cabe destacar el reconocimiento de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, que hasta la reforma de la ley 5/2010 sólo cabía imponerles unas consecuencias jurídicas pero accesorias a un delito cometido por una persona física, y a criterio judicial. Por otra, determina la incapacidad del sistema penal para controlar las nuevas relaciones sociales. Frente a ello, el Estado criminaliza los conflictos sociales y organiza el sistema penal en torno a la exclusión y a la punición, hasta el punto de crear alarma social para convertirse así en fuente de consenso en torno a las instituciones, previniendo de este modo cualquier eventual disentimiento político. La situación anteriormente descrita incide a su vez en la función que, como mecanismo de control social, está desempeñando de facto el Derecho penal. Conlleva la deslegitimación del Derecho penal, y la reivindicación de su función simbólica. Así, frente a la finalidad legítima del Derecho penal consistente en la protección de bienes jurídicos (función instrumental), se viene imponiendo el reconocimiento de que el Derecho penal cumple, de facto, una función simbólica. Se dice que el Derecho penal desempeña una función simbólica cuando su utilización tiene como principal –y a veces único- efecto el de transmitir a la sociedad ciertos mensajes o contenidos valorativos, dirigidos en última instancia a sugerir una eficacia estatal en la resolución de los conflictos que no es tal en la realidad. En cuanto que la legislación simbólica no se oponga al logro de la función instrumental propia del Derecho penal, no plantea mayor problema. Las objeciones se plantean, sin embargo, cuando se intenta legitimar el Derecho penal desde su función simbólica –confundiendo fines y funciones, ser y deber ser-; o, cuando los efectos simbólicos, afectan negativamente a la tutela real de los bienes jurídicos. Cuando, además, se utiliza deliberadamente el Derecho penal para producir un mero efecto simbólico en la opinión pública y no para proteger con eficacia los bienes jurídicos fundamentales para la convivencia, la función del Derecho penal, como dice GARCIA-PABLOS “se pervierte”. Se introducen disposiciones excepcionales, a sabiendas de su inútil o imposible cumplimiento, y, a medio plazo desacredita al propio ordenamiento, minando el poder intimidatorio de sus prohibiciones. El déficit de tutela real de bienes jurídicos es compensado por la creación, en la ciudadanía, de una ilusión de seguridad y de un sentimiento de confianza en las instituciones que tienen una base real cada vez más escasa: las normas continúan siendo violadas, la sensación de inseguridad crece, y todo ello termina justificando un mayor, y sobre todo, innecesario rigor punitivo. |
EL ABOLICIONISMO Frente a la justificación de la necesidad del Derecho penal, hay que tener en cuenta aquellas otras posturas que están por la abolición del Derecho penal, las doctrinas abolicionistas. El abolicionismo va mucho más allá de la mera reforma del Derecho penal, preconizando la total desaparición del sistema penal, al considerar que no es posible encontrar justificación alguna a su mantenimiento. Para las tesis abolicionistas el sistema penal no resuelve los problemas de la criminalidad; estigmatiza a aquellos que caen en la maquinaria penal, y se apropia del conflicto sin dejar lugar a soluciones pacíficas. En consecuencia, la corriente abolicionista pretende abolir la totalidad del sistema de justicia criminal; es decir, los conceptos por él construidos, las estructuras de poder con las que opera y el Derecho penal que legitima. Para sustituir el sistema penal se propone un sistema de arreglo de conflictos con las siguientes características: a) La reconstrucción del delito. El delito no tiene realidad ontológica: es una construcción, un producto, un mito. Lo que el sistema penal define como delictivo son simplemente conflictos o situaciones problemáticas, comportamientos no deseables, pero no por ello actos que tengan que erradicarse, sino sólo tratarse con instrumentos diferentes a lo penales. b) La utilización de nuevos conceptos: en lugar de delito y delincuente se utilizan concepto tales como situaciones-problemas y protagonistas o implicados en un conflicto. c) La elaboración de un sistema de justicia comunitaria, basado en el modelo de justicia civil-compensatoria, y dirigida a la reconciliación de los implicados en el conflicto. Críticas a las posturas abolicionistas: a) El abolicionismo no presenta alternativas reales y eficaces al Derecho penal. La justicia comunitaria que propone es propia de sociedades primitivas o preindustriales, incompatible con el grado de desarrollo y complejidad alcanzado por las sociedades modernas. Además, la justicia comunitaria puede terminar convirtiéndose -como la experiencia ya lo ha demostrado- en un control mucho más represivo que el estatal y más violatorio de los derechos humanos. La modalidad compensatoria, por su parte, no es aplicable a un importante número de delitos, dejando desamparada en estos casos a la víctima, y excluyendo cualquier juicio de responsabilidad sobre las estructuras sociales. Por último, su propuesta de sustituir la justicia penal por una justicia civil sólo conseguiría trasladar el problema a otro subsistema del control social, perdiéndose las importantes ventajas que el Derecho penal representa frente a otros sistemas: distanciamiento entre autor y víctima, que evita la venganza privada; e igualdad de armas en el proceso. b) Desde el momento en que no admiten la necesidad del Derecho penal, no contribuyen en nada a la elaboración de un Derecho penal garantista, pues como afirma FERRAJOLI estas doctrinas eluden todas las cuestiones más específicas de la justificación y de la deslegitimación del Derecho penal, menospreciando cualquier enfoque garantista, confundiendo en un rechazo único modelos penales autoritarios y modelos penales liberales, y no ofreciendo por consiguiente contribución alguna a la solución de los difíciles problemas relativos a la limitación y al control del poder punitivo. |
EL DERECHO PENAL MÍNIMO Nacida durante los años sesenta y setenta en el contexto italiano, la teoría del garantismo penal trata de introducir, junto a las exigencias formales, nuevas exigencias materiales, que permitan conciliar el principio preventivo-general de protección de la sociedad mediante la disuasión de los delincuentes, con los principios de proporcionalidad y humanidad, por un lado, y de resocialización, por el otro. A pesar de que muchos de los postulados abolicionistas son, a su vez, compartidos por los defensores de un modelo garantista, éstos –a diferencia de aquéllos- entienden que el Derecho penal, si bien ha fracasado en la mayoría de los fines que le han sido asignados, todavía puede servir para cumplir un fin primordial: la minimización de la violencia en la sociedad, “previniendo mediante su parte prohibitiva la razón de la fuerza manifestada en los delitos y mediante su parte punitiva la razón de la fuerza manifestada en las venganzas o en otras posibles reacciones informales”. Precisamente, el reconocimiento de esta doble finalidad preventiva –prevención de los delitos y de las penas arbitrarias- es la que vendría a legitimar la necesidad política del Derecho penal como instrumento de tutela de aquellos bienes que no está justificado lesionar con delitos ni con castigos. Como dice FERRAJOLI, “un sistema penal –puede decirse- está justificado únicamente si la suma de las violencias -delitos, venganzas y puniciones arbitrarias- que él puede prevenir, es superior a la de las violencias constituidas por los delitos no prevenidos y por las penas para ellos conminadas”. A partir de estas premisas, el garantismo propone un modelo de Derecho penal autolimitado en virtud de tres ideas fundamentales. Su humanización, basada en la tajante consideración de la pena como un mal, y que consecuentemente obliga a restablecer la seguridad jurídica respecto a ella, a valorar el tratamiento como un derecho disponible del delincuente, y a perfeccionar el sistema de penas; su configuración como un Derecho penal mínimo; y su desconexión de las exigencias éticas, que lleva a que sus contenidos se prevean en función de las necesidades sociales históricamente condicionadas de mantenimiento del orden social y de las vigentes concepciones sociales de los bienes a proteger y el sistema de responsabilidad a respetar. Ahora bien, no toda propuesta garantista –entendiendo por tal aquélla en la que las garantías político-criminales se traen a primer plano- implica, como pretende FERRAJOLI, una legitimación del Derecho penal en base a consideraciones estrictamente utilitaristas. Para FERRAJOLI el utilitarismo penal tradicional es, al excluir los castigos inútiles basados en razones morales, la base para construir cualquier doctrina racional de justificación penal y también para poner límites al poder de castigar. A su juicio, sólo el “utilitarismo penal reformado” -entendido como “la máxima satisfacción para la mayoría, con el riesgo de mínimas garantías para la minoría”- permite legitimar el Derecho penal limitando su intervención. Al girar la fundamentación ligada a la utilidad en torno a los fines de la pena, los principios garantistas cumplen en la construcción del autor italiano una misión puramente negativa. Tales garantías, como subraya DÍEZ RIPOLLÉS, son formulables únicamente en sentido negativo, de forma que bajo los postulados de un Derecho penal mínimo no se puede, por ejemplo, identificar un sistema de prohibiciones positivo legítimo. El reto consiste, pues, en colocar junto a la teoría de los fines de la pena, en el mismo plano y con el mismo rango, a los principios garantistas, para que de ese modo dejen de ser meros límites para convertirse en principios fundamentadores tan originarios como la teoría de la pena. Y ello sólo se consigue conciliando las ideas de utilidad y validez. Como medio de control social, el Derecho penal cumple su función mediante la evitación de los daños o riesgos más graves para bienes fundamentales para la convivencia. El Derecho penal obtiene, pues, su legitimación, en la medida en que se convierta en instrumento para la salvaguarda de una serie de bienes –que son los bienes jurídicos en cuanto presupuestos básicos de la convivencia social- que no se deben lesionar ni con la realización del delito ni con la intervención punitiva. En un Estado democrático, la aludida función de protección de bienes jurídicos ha de traducirse en la protección o tutela de los bienes jurídicos de “todos los ciudadanos”, con independencia del lugar que ocupen en el sistema social, y con independencia, también, de que sean potenciales delincuentes o potenciales víctimas. Así entendida, la función de protección de bienes jurídicos no se realiza únicamente con la prevención de los delitos. Junto a ello, el Derecho penal debe asumir otra función preventiva, ahora de signo negativo, cual es la prevención de la propia violencia punitiva del Estado manifestada en las penas arbitrarias o desproporcionadas. Los fines de protección y los fines garantistas no son, pues, finalidades contrapuestas. Y, en consecuencia, los principios que fundamentan y legitiman al Derecho penal no pueden ser clasificados en función de si sirven al fin de protección o al fin garantístico. Los principios informadores del Derecho penal nacen, como subraya DÍEZ RIPOLLÉS, no de la separación entre utilidad y validez, sino precisamente de su intersección. |